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Vi pequeños ojos mirándome fijamente, me pregunté que miraban y que pensaban al verme.
Realmente no sé, pero un ruido me saco de mis pensamientos; aunque rápidamente supuse que era el caniche haciendo travesuras como mi esposa le había enseñado; bueno, tal vez no enseñado, pero si permitido.
Entonces volví a centrar mi atención en esos pequeños ojos acuosos, rápidamente volví a divagar en lo que pensarían.
No hallé respuesta, pero esa mirada límpida me tenía atrapado y no podía apartarme... El tal ruido se volvió más y más fuerte, hasta que parecía una tromba y yo no sabía cómo dejar de mirar esos ojitos, no tenía siquiera idea de cuánto tiempo había pasado; si eran segundos, minutos o décadas enteras.
Vi una pequeña naricita ponerse arrugada, y luego relajarse; fue solo un instante, pero me dio tiempo a poner en mis labios una sonrisa y una palabra de amor que no llegue a expresar.
El ruido no cesaba y yo tampoco me detenía de dejar de ver esos ojos claros y luminosos.
Todo se puso oscuro y yo seguía mirando la luz de los ojitos; parecían iluminarme, a mí y a la habitación toda.
Empezaron otra clase de ruidos, pero yo estaba embelesado con esta situación; con esta mirada y con esa naricita redondita.
Vi una boca pequeñita, de color de la rosa, húmeda y muy propensa a sonreír; siempre sonriendo.
La luz de mi vida y de todos los que veían esa sonrisa.
Todo oscuro y yo miraba, todo ruidoso y yo no escuchaba, todos muertos y yo me sentía completamente vivo.
El terremoto sucedió un domingo, a las 10:30 de la mañana, mientras yo iba a despertar a mi hijo recién nacido.
Caza
Triste